José Ignacio Delgado
Cheikha

Cheikha Rimitti nació en torno a 1920 en Tessala, una aldea cercana a Orán, cuando el país aún era colonia de Francia. Huérfana desde niña, vivió una infancia de sordidez y miseria. Jamás fue a la escuela ni aprendió leer. Sobrevivió fregando suelos en casas de familias francesas. No conocía el idioma. Unos músicos ambulantes la invitaron a unirse a ellos. Y así comenzó a cantar en las cantinas entre árabes, judíos, españoles, turcos y bereberes. Decían que era capaz de bailar con una bandeja llena de vasos de té sobre la cabeza sin derramar una gota. Tiempos de hambrunas y de epidemias en aquella extraña ciudad en la que Camus escribió La Peste. Así, al cabo de los años la niña Rimitti llegó a ser Cheikha, la reina del rai, reivindicativa música de Argelia plena de alegría, sensualidad y dobles sentidos. Un estado de ánimo semejante al fado o al blues, en palabras de Juan Goytisolo. Símbolo de la emancipación y la rebeldía, durante más de cincuenta años fue la mujer más transgresora del norte de África, cantando a la libertad sexual y a la libertad como anhelo. Alegría de vivir y letras que aluden a los placeres carnales en una sociedad en la que la mujer vive relegada (Mi amado me ha encendido como enciende un cigarrillo). Al lograr Argelia su independencia, el Frente de Liberación Nacional prohibió su música. Como era de esperar, también fue repudiada por los islamistas radicales. Poseedora de una memoria prodigiosa, guardaba todo su repertorio en la cabeza. Vivió alejada de cualquier tipo de lujo. Murió en 2006, poco después de una actuación.
En 1994 aceptó grabar un disco con algunos de los más interesantes músicos del Rock occidental, miembros de bandas como Red Hot Chili Peppers, Dead Kennedys y King Crimson. De aquella radical experiencia integradora surgió la obra maestra Sidi Mansour. El tema que da título al álbum es toda una declaración de principios, con Ckeikha narrando, cantando, riendo y dirigiendo el festejo (Cuando hay música, la que lleva el volante soy yo), mientras sus nuevos colegas se pierden en ritmos rai, funky y rock, y el intelectual Robert Fripp prepara el inquietante paisaje sonoro final sobre el que la abrasiva voz de Rimitti casi parece clamar en el desierto. En el momento de la grabación, contaba setenta y cuatro años.