José Ignacio Delgado
El primer buzo del Pisuerga
Imaginemos, por un momento, la situación. Valladolid es, en 1602, capital de imperio español, por entonces la mayor potencia sobre la tierra. En la zona que hoy se conoce como Playa de las Moreras (en aquellos días un paseo con pretil de piedra sobre el río), un elegante grupo ataviado con espléndidos ropajes, gruesas cadenas de oro, zafiros y esmeraldas, y plumas de exóticas aves en los sombreros, se arremolina en torno a un ser extraño. Su aspecto es chocante, con un indescriptible traje de una pieza coronado por una suerte de caperuza que le cubre completamente la cabeza, cristales donde debieran estar los ojos, y un estrecho tubo a la altura de la boca que emite un regular y tenue silbido. A pocos metros sobre el agua, gallardetes al viento y marineros en posición de espera, permanece fondeada la espléndida galera real con una selecta comitiva de cortesanos que encabeza el mismísimo Felipe III. Tras ella, al otro lado del río, lucen magníficos el Palacio de verano y la Huerta del Rey, regalos del Duque de Lerma a su majestad. El resto de la nobleza, funcionarios, curiosos, se derraman por el paseo. Entre ellos puede distinguirse a Quevedo, Góngora, Rubens y Cervantes, si bien lo habitual en este último es verse mezclado entre el populacho, pues no es de los elegidos (nunca, ¡ay!, llegará a serlo) para gozar del favor de los poderosos. Ciertamente, el cuadro que forman tan espléndidos personajes, todos con la atención puesta en la estrambótica figura central, hubiera merecido ser inmortalizado por alguno de los pintores cronistas de la corte. A una señal, la enigmática presencia se sienta sobre el borde del pretil y luego se deja caer con suavidad entre las aguas que pronto le cubren completamente. Ahora solo está conectado con tierra por el estrecho tubo flexible, a cuyo extremo un oficial suministra aire moviendo con regularidad la manivela de un fuelle. Es lo nunca visto: ¡El prohombre del Siglo de Oro haciéndose anfibio!. Para mayor asombro de los allí presentes el buzo se mantiene sumergido no menos de una hora, hasta que el indolente rey muestra el primer síntoma de aburrimiento y decide retirarse para jugar a los naipes. Solo entonces el hechizo se rompe y el histórico experimento toca a su fin.

Así debió ser la primera inmersión con respiración artificial documentada. Su artífice, el militar, inventor e ingeniero Jerónimo de Ayanz y Beaumont, verdadero Da Vinci español y responsable también, entre otros inventos, de un prototipo de máquina de vapor precursor del sistema de Watt. Su traje de buceo respondía a la necesidad de recuperar el oro y la plata perdidos en los naufragios de los galeones españoles, y fue probado con éxito en el Pisuerga en agosto de 1602. Recientemente, desde el ámbito de una asociación cultural, se ha intentado una colorista recreación de aquel acontecimiento grave y solemne. Una placa conmemorativa señala el punto del río donde se produjo.