Cascanueces
Succession
Un drama 'shakespiriano' en Wall Street.

Sería ocioso a estas alturas insistir en lo obvio: desde hace unas décadas asistimos a un trasvase de talento y medios desde la gran pantalla a la televisión. Frente a un cine generalista (palomitero) cada vez más adocenado, dominado por las interminables y cansinas sagas de 'superhéroes', muchos guionistas y directores encuentran en el formato del cable el adecuado vehículo para dar salida a su creatividad. Felices los consumidores de estos adictivos seriales, alguno de los cuales rezuman, literalmente, calidad. Es el caso de Succession, drama de tintes shakespirianos (los ecos del Rey Lear son evidentes) cuyo argumento gira en torno a un todopoderoso pero anciano magnate de los medios de comunicación que perversamente maneja los hilos de su familia para decidir quién continuará su legado. Déspota y maltratador, genial y despiadado, observa divertido los tejemanejes de sus malcriados vástagos para hacerse con la sucesión. Sin embargo, no debe pensarse que el tono de la narración es grave: muy al contrario, está salpicada de un corrosivo humor negro que se verbaliza en diálogos ingeniosos y lacerantes, y en el montaje de algunas secuencias verdaderamente antológicas (es extraordinario, por poner solo un ejemplo, el episodio en torno a la multitudinaria reunión anual de accionistas, con sus interminables discursos altisonantes y huecos mientras entre bambalinas se vive un frenético y delirante vodevil digno de los Hermanos Marx). De los intérpretes solo cabe decir que son producto de un casting prácticamente perfecto, con un Brian Cox extraordinario en el rol del patriarca. El empaque visual es acorde al ambiente hiper-sofisticado donde se desarrollan las intrigas 'palaciegas' de estos contemporáneos Médici, con profusión de aviones privados, helicópteros, barcos y limusinas, llevándolos de un paraíso a otro mientras se clavan puñales por la espalda. Igualmente la música, que remarca con elegancia y de forma poco invasiva la narración. En definitiva, el perfecto producto para darse un atracón de intrigas y lujo, tras el cual uno vuelve a preguntarse en manos de qué gente sin escrúpulos está el destino del mundo (lamentando también, no nos engañemos, no haber nacido del lado de tales 'infortunados' príncipes).