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  • Foto del escritorJosé Ignacio Delgado

Tadzio/Björn

Documental "El chico más bello del mundo"

Kristina Lindström & Kristian Petri.


Björn Andresen en una imagen reciente


Termino de ver "El chico más bello del mundo" con sensaciones encontradas. Y es que a mi cerebro le cuesta encontrar la necesaria conexión entre el personaje devastado por los años y por la vida que se asoma a la pantalla, y aquel otro Tadzio, efebo inmarchitable, universal icono de belleza desde su aparición en "La Muerte en Venecia" (1971, L. Visconti). Pese a esta disociación inicial, no me cuesta empatizar con la historia de Björn Andresen, juguete prematuramente roto por causa de una madre suicida, una abuela depredadora, y un genial cineasta que lo escogió, entre miles de otros niños, para encarnar al ángel de la muerte y objeto de deseo del agonizante profesor Von Aschenbach. Estremece contemplar el casting donde Visconti, deslumbrado, conoce al quinceañero Björn; incomoda la timidez de uno y el arrebato apenas disimulado del otro; indigna la voracidad del mundo, siempre ávido de inocentes; pero también fascina evocar de nuevo la película que consagró al pequeño actor como paradigma de perfección inalcanzable. Tadzio, siempre Tadzio.


Será otro el momento de recordar aquella obra maestra, cimentaba a su vez en una prodigiosa novela corta de Thomas Mann. Para quien esto escribe supuso el descubrimiento del cine como expresión artística, y de la música de G. Mahler. No solo por ello la guardo entre los mejores recuerdos de mi propia niñez, en modo alguno tan trágica como la de Björn, pero sí interiormente convulsa. Hoy el documental "El chico más bello del mundo" nos descubre un personaje no menos dolorido que el que encarnaba maravillosamente Dirk Bogarde, y tocado de igual forma por la maldición de Tadzio. Andresen acumula años y arrugas; colecciona episodios lamentables que cincelan su rostro vikingo (todo él es como un personaje salido de una Edda de Snorri Sturlusson); acopia basura en su minúsculo apartamento. Sobrevive apenas a sus demonios internos y habla a la cámara con desarmante sinceridad (o acaso es un papel concienzudamente preparado), embutido en un largo abrigo de cuero negro, blancos los cabellos y la barba. Tadzio, siempre Tadzio, proyectando su sombra sobre el presente.


Saque cada cual sus conclusiones al escuchar la historia de Björn/Tadzio. Según el primero, aquella experiencia le destruyó como persona al tiempo que el segundo ingresaba en el panteón de los inmortales. Tras el estreno de la película, el joven se vio arrastrado por una invencible sucesión de acontecimientos. Un fenómeno mediático que profetizaba lo que vendría después. Exhibido como un trofeo, manejado, drogado, utilizado. En Japón, la adoración rayaba en lo obsceno. Grabó discos, su imagen inspiró personajes de Manga. Se lo rifaban en las televisiones. Él, dice, no quería estar ahí sino tocando el piano, su verdadera vocación. El resto fue una rápida caída hacia el abismo. El éxito se lo concedió todo, incluída una tragedia. Siempre Tadzio, tan dadivoso como exigente.


Pasaron los años y el vaporetto siguió recogiendo pasajeros para cruzar la oscura laguna. De Visconti nos queda el recuerdo de un artista genial y un puñado de títulos que forman parte del bagaje emocional de millones de seres humanos. (Su cuerpo hace ya décadas se confunde con la tierra). Confío que yo aún tendré tiempo de volver a "La Muerte en Venecia", de nuevo sobrecogido por la estéril búsqueda de belleza de Mahler-Aschenbach, sólo a la postre resuelta por el ángel de la fatalidad. Pero también entiendo a Bjorn Andresen y su humana historia, perdida en la anónima corriente del tiempo. La secuencia final de este hermoso trabajo documental es, al igual que en la película de Visconti, inolvidable: Tadzio, siempre Tadzio, señalando el más allá.


Él sí es eterno.



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