José Ignacio Delgado
De viernes negros y blancas navidades

Desde hace unos meses, sigo con interés los anuncios televisivos, en formato "testimonio humano", de una multinacional de la distribución que se identifica a sí misma con el trazo de una flecha-sonrisa. Su logo es la síntesis perfecta de una toda una filosofía empresarial, que de forma tan simple como efectiva es capaz de comunicar propósito, acción y reacción. Ejemplar trabajo de diseño y marketing.
Y yo, que me he propuesto cumplimentar estas líneas sin hacer mención concreta a marcas o personas, no puedo por menos que sentirme agradecido por dichos testimonios que, cual ejemplarizante serial, van revelando que el monstruoso conglomerado no era tal, sino una suerte de incomprendida ONG en la que todos los empleados son felices ejemplos de superación que trabajan al unísono en pos de nuestra felicidad ¡Qué engañado estaba al pensar que las recientes protestas de esos mismos empleados a lo largo y ancho y del mundo, reclamando unas condiciones laborales más dignas, pudieran tener alguna justificación! Mea culpa…
Innúmeras furgonetas color antracita, sobre el que destaca con elegancia el azul cobalto de nuestra flecha-sonrisa, apatrullan (gracias, Fary) las calles cada vez más desiertas de las ciudades de occidente. En su interior viajan las ansiadas mercancías, adquiridas a golpe de click y tarjeta de crédito. Un ejército de esforzados conductores-repartidores vestidos de caqui, imbuidos de la necesidad de resultar agradables en cualquier circunstancia, realizan verdaderos ejercicios de malabarismo con cajas de diversos tamaños y formas; continente, contenido y el portador de ambos, todos decorados con la sempiterna sonrisa hoy enmascarada. Y no puedo evitar la asociación de este cuadro neocostumbrista a una suerte de perversa superposición de los mundos anticipados por Orwell y Huxley hace ya muchas décadas. Pero el mundo sigue girando aun en medio de la pandemia, y no todo es horror y ruina. Y si no, piensen en los fabricantes chinos de mascarillas; o en los políticos a quienes interesa mantener al personal en un estado de ansiedad permanente; o en las farmaceúticas que en cuanto los informativos (perdón por el eufemismo) anuncian algún avance en las vacunas, ven dispararse su cotización en bolsa y reservarse cientos de millones de dosis. Son solo algunos ejemplos de los efectos colaterales de una decadente sociedad de mercado que hace tiempo abjuró de su dimensión humana, y aprovecha cualquier 'ventana de oportunidad', incluida una crisis sanitaria, para que los espabilaos “hagan caja”. La expresión, por si ha escapado a la sagacidad del lector, tiene doble sentido. Por cierto, ¿he dicho ya que durante los meses de pandemia nuestra feliz corporación viene aumentando exponencialmente su facturación, que ya es superior al PIB de numerosos países ? ¿O que su iluminado prócer se ha embolsado en un año la friolera de 13.000 millones de dólares que, sumados a un patrimonio estimado de 189.000 millones, equivale al presupuesto anual en Seguridad Social de un país desarrollado como España?
Pero es ver un spot televisivo en el que un risueño operario explica a la cámara sus difíciles comienzos y la oportunidad de re-construir una vida a base de preparar envíos de todo aquello que nuestra codicia de sofá pueda imaginar, y ya me siento reconfortado. Y estoy por olvidar que la empresa que promociona al agradecido currante inició la senda del éxito llevándose por delante al sector de las pequeñas librerías en Estados Unidos (a partir de ahí, un camino triunfal aplicando la misma política de tierra quemada en otros sectores). O las referidas reclamaciones laborales de muchos de sus otros 800.000 trabajadores desperdigados por el mundo. O las supuestamente abusivas prácticas empresariales denunciadas por competidores y proveedores. O que varias de las firmas más importantes de Wall Street, entre las que se cuentan junto a la sonrisa-flecha un pajarito, el 'gran buscador' y un pulgar levantado, presuntamente utilizan los datos de sus usuarios como lucrativa moneda de cambio, el inminente nuevo bombazo del mercado. O el insistente rumor de que estas mismas corporaciones aprovechan las ventajas que ofrecen los paraísos fiscales para, mediante complejas operaciones cruzadas, pagar mínimos impuestos. O el brutal desgaste que para el medio ambiente supone el tráfico ininterrumpido por tierra, mar y aire, con el fin de entregar cada día fruslerías por valor de 800 millones de euros. O que las funestas circunstancias que tanto favorecen su humanitaria labor, son las mismas que aceleran el declive del comercio tradicional de tiendas y grandes almacenes en nuestras ciudades.
Y sin embargo, nadie piense que culpo a los intrépidos 'súper CEO' del mundo (que por si la cosa se tuerce ya tienen plaza reservada en los vuelos a Marte), por aplicar a conciencia las fórmulas del capitalismo más ultraortodoxo. Tampoco culpo a los gobiernos que en materia fiscal o laboral se muestran tan complacientes con las grandes corporaciones como inflexibles con las pequeñas empresas, autónomos y particulares. Ni a las manifiestamente incapaces autoridades sanitarias (OMS) que no previeron la que se nos venía encima. Ni siquiera al virus que dicen se transmitió desde un simpático pangolín a los humanos. No. Los verdaderos culpables de la obscena bonanza de unos pocos, directamente proporcional al hundimiento de muchos otros, somos ¿lo han adivinado? nosotros. Nosotros, sí: los satisfechos esclavos de un consumismo superfluo y ramplón, conejillos de indias de oscuros experimentos sociológicos, agradecidas víctimas de un concienzudo lavado de cerebro que explota los sentimientos de culpa y de miedo para canalizarlos a través de la compra compulsiva y anónima de objetos que no necesitamos. Lastrados por una infamante pereza, verdadero pecado de nuestra ahíta sociedad, preferimos navegar por la realidad paralela de Internet, alimentando nuestra vanidad en RRSS, gastando el poco dinero que ganamos y el mucho tiempo que perdemos en inagotables catálogos que desfilan ante nuestros ojos abotargados. Click-click. Después, con el rostro contrito hacemos como que nos indignamos al escuchar al vecino que tal o cual tienda del barrio ha tenido que echar el cierre definitivo, mientras con disimulo consultamos en el smartphone el punto exacto donde se encuentra la furgoneta (seguimiento en tiempo real del pedido, lo llaman) que nos trae otro encargo. Somos nosotros los que podríamos elegir la pastilla roja y aprender a ser combativos y solidarios, pero preferimos la complaciente y egoísta ficción azul con la que nos han envuelto. Para la tienda o el bar que desaparece éramos personas y clientes; para el monstruo matrix, no más que infinitesimales variables dentro de un complejo algoritmo. Pero, click-click, les seguimos el juego. Y el asunto no es menor: son décadas de trabajo concienzudo por parte de los manipuladores de masas y sus brillantes lacayos con máster en Marketing y Sociología, que solo podremos superar sacudiéndonos de encima las sucesivas capas de banalización y relativismo moral con que nos han anestesiado; recuperando el espacio robado para el pensamiento crítico; leyendo buenos libros y no los best-seller de baratillo que recomiendan en los telediarios; negándonos, en fin, a ser meros números en una estadística. Una tarea monumental para la que casi nadie está preparado y, sobre todo, que ninguno puede emprender en solitario. Pero en realidad, y esto es lo más enervante, el poder de que dispondríamos ejerciendo como individuos libres que libremente se subordinasen al bien común, y no como clones de un rebaño condicionado, sería inmenso. El 'simple' ejercicio de nuestro albedrío como consumidores responsables contribuiría a hacer del mundo un lugar mejor, y estoy convencido de que cambiar la forma de comprar puede ser un buen comienzo, porque les daríamos donde más duele. Por eso pregunto:
¿Seguiremos engordando con nuestros viernes negros y blancas navidades la insaciable cuenta de resultados del mundo matrix, o seremos capaces de mover el culo del sofá para hacer nuestras compras en los comercios de toda la vida, donde la sonrisa de quien nos atiende es infinitamente más real que un jodido logotipo?
Pero no se lo piensen demasiado, que en el tiempo que me ha llevado escribir esto, muchos negocios han tenido que echar el cierre, mientras que la fortuna de los sonrientes mediocres que dirigen el cotarro ha crecido unos cuantos miles de millones.